El período que media entre 1848 y 1918 se encuentra caracterizado en el terreno cultural y artístico por la fustración de las esperanzas depositadas en las revoluciones de 1848, que generó un repliegue de los artistas sobre sí mismos, explicitado en la expresión de el arte por el arte, y la apertura de la conciencia de crisis, que preludia el estallido de la primera guerra mundial, verdadero cierre de un siglo que se había inaugurado con las expectativas abiertas por la Revolución francesa y que finalizó, en el plano cultural, con el decadentismo paradigmático de la Viena fin de siglo, acidamente denunciado por la afilada pluma de Karl Kraus.
A lo largo de estos setenta años, la civilización occidental, que se ha enseñoreado del planeta mediante la expansión militar y económica de los imperios europeos, combinó la plenitud del proyecto ilustrado y, consecuentemente, el agotamiento formal de los caminos abiertos por la Ilustración, con la aparición de las primeras rupturas, ejemplificadas en la poesía imposible de un Mallarmé o el grito agónico de la pintura de un Edvard Munch, por no mencionar la locura final de un Nietzsche que, más que anunciar la muerte de Dios, estaba señalando la muerte del hombre nacido con la Modernidad. Rupturas que iban a dar lugar a la aparición de las vanguardias artísticas que han caracterizado la cultura occidental del siglo XX. Vanguardias que pueden ser interpretadas como el canto de cisne de una civilización que, una vez recorridas todas las sendas posibles, incluidas las de su negación más radical, ha quedado exhausta, instalada en la contemplación manierista y autocomplaciente de lo realizado.
En efecto, si bien es cierto que el arte contemporáneo no puede ser interpretado simplistamente como la evolución del arte del siglo XIX, no es menos cierto que los caminos transitados por las vanguardias en los dos primeros tercios del siglo XX pueden ser leídos como la culminación del proyecto ilustrado, pues su propia negatividad respecto de la Ilustración sólo es posible a través de la existencia de la misma.
Pero comencemos por el principio. Hemos dicho que el arte contemporáneo no nació de la evolución del arte del siglo XIX, sino de la ruptura con el mismo. Cabría preguntarse: ¿ruptura con qué?. Si contemplamos la cultura occidental como un todo, esto es, como civilización, por encima de los diferentes brazos que surgiendo del caudal principal desembocan en el amplio delta del fin de siècle, observaremos la amplia unidad que media entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX, como hemos intentado analizar en el capítulo dedicado a la ciencia y al pensamiento del período. Cuando hablamos de ruptura nos estamos refiriendo, por tanto, a algo más que a una simple ruptura artística; cuando hablamos de Krisis nos referimos a una crisis civilizatoria, que va a recorrer todos los órdenes de la cultura occidental surgida durante el Renacimiento y configurada plenamente con la Ilustración. En este sentido, las rupturas que en el plano artístico van a sucederse en el último tercio del XIX, y que dieron origen a las vanguardias, pueden interpretarse como la manifestación más amplia de la Krisis que atraviesa a la civilización occidental en su momento de máximo esplendor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario